lunes, 5 de septiembre de 2016

Historia de una mujer pequeña y mayor. (A la memoria de mi abuelita. DEP)


Joven, Vejez, Blanco, Negro

Todos envejecemos. Empezamos a envejecer el día que nacemos.


Cuando Maxi era niña no pensaba en qué pasaría cuando se hiciese mayor. 
Maxi vivió lo que le tocó vivir, porque así era la vida entonces, no te planteabas por qués, cómo, para qués, no te proyectabas; sólo vivías lo que te tocaba con resignación. 
No fue a la escuela, salvo un par de meses, según me contaba, apenas pudo aprender a contar y memorizó algunas letras en esas pocas clases. 

La vida vapuleó contra ella, sufrió mucho en el camino; pero ella no sabía que sufría, simplemente era lo que le había tocado y vivía. 
A sus seis años perdió a su madre, y tuvo que hacerse cargo de su hermano más pequeño al que aprendió, según la costumbre, a llevar en su espalda, además de trabajar en la casa como bien podía.
Recordaba a su hermana mayor, recordaba a su padre,  recordaba a su madrastra, la que como en los cuentos le hacía trabajar con las cosas de la casa y recordaba que tras fallecer su madre tuvo que dejar la escuela. . 
Recordaba historias que le contaron de pequeña, recordaba que  corría por el campo llamando a voces a su madre, después que murió. Me contaba que de pequeña la llamaban Ignacia, que ese era su nombre real; pero que no le gustaba, y que por eso ella se cambió el nombre cuando pudo hacerlo. 
Recordaba y lo que recordaba me lo contaba cuando me daba de comer. Su historia era parte de mi historia.

Hay un espacio vacío en la historia de su vida. Espacio que intentaba llenar cada que contaba historias de cuando era niña. Pero nunca lo llenaba. 

Yo la quería. A mi manera, como aprendí; pero la quería. 

Nunca me abrazó, nunca me dijo cosas bonitas;  pero me cuidaba a su manera también, y nos queríamos así, sin preguntas. En medio de sus historias, mi imaginación y sus recuerdos. 
Estaba conmigo todo el día, me reñía si hacía algo mal, y me predecía cosas malas si no sabía hacer tal o cual cosa, me enseñaba a temer aquello a lo que ella temía porque creía que así me protegía. Así era ella y así aprendí yo. 

Un día se hizo mayor. Se le notaba en la piel. Yo no sé cuándo fue, sólo sé que un día miré su rostro y descubrí pliegues que empezaron a contar los años que yo la conocía, que narraban noches de insomnio, días de cansancio. Se hizo mayor; aunque no era tan mayor. Y después de tanto luchar en la vida el miedo se hizo evidente. Empezó a acumular cosas, yo no sé si lo hacía para recordar y por miedo a olvidar, o por miedo a carecer de bienes y quedarse sin nada, tal vez, simplemente porque como decía ella, le encontraba utilidad a todo. Todas las cosas tenían un significado para ella. Temía quedarse sin nada, temía no poder ayudar, quizás. Su habitación albergaba toda clase de prendas de vestir que había ido guardando: la falda de su hija mayor, el vestido de su hija menor, los calcetines que le habíamos regalado la navidad anterior, retazos de tela, mantas, sábanas viejas, agujas, tornillos, etc. Todo lo que pudiera servir de algo en algún momento, ella lo guardaba. 

En medio de ese acúmulo de tesoros pasó el tiempo y un día recordó sus deseos de niña, quiso aprender a leer y escribir. Tardó más años de la cuenta; pero terminó orgullosa su primaria. Para entonces yo ya no vivía con ella.
Yo la observaba desde lejos, lo lejos que me permitía ella. Su vida no me decía nada especial. Era parte de la mía, y yo estaba acostumbrada a ella. 

Yo la quería a mi manera. En mi educación los logros eran parte de la vida, nada especial. Ahora sé lo que cuestan; pero en ese entonces yo era niña y no sabía nada de los esfuerzos voluntarios, de la constancia, persistencia, paciencia.

Aquella mujer pequeña de rostro serio, ceño fruncido, que caminaba bajo el sol a paso rápido llevando la cesta con la compra, que ayudaba a los demás sin preguntarse si de verdad necesitaban su ayuda cuando la pedían o cuando intuía que la necesitaban; aquella mujer que se levantaba temprano todas las mañanas para rogarle a Dios con lágrimas en los ojos que cuidara a su familia, aquella mujer generosa con todos se fue olvidando de la vida poco a poco y sin darse cuenta fue abandonándose ante sus miedos. 

Un día despertó sin recordar algo, otro día sin recordar otra cosa; pero a veces recordaba todo, y entonces temía ese día, luchaba ese día, luchaba con lo que sentía, luchaba por no sentir y a veces por no permitir que sus sentimientos afectaran a los demás, porque siempre fue luchadora y valiente. 

Siempre quiso tener su casa propia y cuando más necesitó su espacio la ignorancia emocional de otros le prohibió disfrutar de lo que tenía. Así es la vida cuando las familias se alimentan de miedos y cuando no se habla de las emociones. Así sucede cuando los bienes terrenales ocupan el lugar de las personas. Así sucede cuando hay orgullo y la asertividad brilla por su ausencia.

Maxi luchó hasta el último día por amar, por perdonar y buscar el perdón de Dios, Maxi se dejó cuidar, e incluso cuando el deterioro cognitivo se hizo más evidente, logró arrancarle una sonrisa a sus cuidadores, tuvo quien la amara y fue muy privilegiada por disponer del sacrificio de alguien especial hasta su último aliento.

Una noche un recuerdo que la atormentaba desde que sus hijos eran pequeños volvió. Esa noche su recuerdo le dijo: te perdono. Ella sintió paz y se despertó bien, tranquila. La noche siguiente después de beber su vaso de leche a la mitad de la madrugada Alguien le arrebató con bondad su último aliento.
No sufrió. Descansó. No pasó por un periodo largo de sufrimiento y le doy gracias a Dios por eso.

Cuando veo a otras personas mayores casi siempre me acuerdo de ella, de la mujer pequeña.
Y no puedo evitar preguntarme qué cosas habrán vivido ellos. Hay tanto que se esconde detrás de las miradas, de los gestos, de los rostros, cada línea de expresión cuenta una historia, cada sonrisa encierra una virtud, cada palabra en algún momento de arrebato encierra algún miedo no verbalizado.

Cada vida tiene una historia, un mundo creado, miles de vivencias, percepciones, sensaciones...
Todos tenemos personas mayores en nuestra vida. Unas habrán obrado mejor que otras; pero todas merecen un buen trato.

Me molestó ver el otro día a una chica sentada con una anciana en una esquina, la anciana miraba en todas las direcciones y la chica miraba al vacío. Al pasar saludé a la anciana con un "hola" y se le iluminó la cara y me respondió con otro "hola". Pensé en cuántas personas mayores están a la espera de un saludo, de una sonrisa, y los más jóvenes van por la vida creyendo que los mayores son un lastre para sus vidas, sin pensar que los años pasarán y un día la juventud se les irá, o sin proyectarse unos años, cuando sus padres también empezarán a necesitar cuidados más específicos.
Los mayores tienen mucho que aportarnos, son personas con una larga trayectoria, con vivencias, con experiencia, y con una gran capacidad para recibir en muchos casos.

La próxima vez que veas a una persona mayor, sonríele; puede que no te devuelva una sonrisa; pero convéncete de que es mejor dar que recibir.

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