Excitada por la emoción de haber bajado donde no debía, excitada porque deseaba que aquel desconocido que la había mirado con tanta osadía y descaro, revelara sus intenciones.
Saliendo de la estación él le dijo muy bajito: Tengo el coche en el descampado.
Qué casualidad, pensó ella, y asintió con la cabeza mientras él la atrajo hacia sí con un ademán muy habil, y cuando la tuvo en frente rodeó con un brazo su cintura y con la otra mano la cogió del pelo con suavidad, luego la acarició la cara y seguidamente se acercó lentamente a su boca.
Llegaron al coche, un Seat Ibiza negro. Subieron al asiento de atrás. Olía a lavanda.
Se besaron apasionadamente, se mordieron los labios y adormecieron sus lenguas mientras sus manos hacían otras labores. No se preguntaron sus nombres. Ella decidió dejarse llevar por el deseo. Él, acelerado, se excitaba cada vez más viéndo estremecerse a aquella desconocida de cabellera larga, caderas anchas y muslos prietos con cada movimiento.
Consumaron el acto aquella noche de otoño dejando en ambos cuerpos el deseo de volver a incurrir en el hecho cualquier otro día bajo la sombra de la medianoche.
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